¿Qué sentido tiene la colaboración? ¿Romper barreras monopolísticas? ¿Por qué hay que oponer la confianza entre las personas a la confianza ante las instituciones? ¿Significa entonces que instituciones como la escuela pública deberían ser sustituidas por plataformas colaborativas? O bien, ¿debemos suponer que la sanidad pública no debería estar institucionalizada? ¿Es que lo abierto, lo colaborativo o lo horizontal nos conduce sin remedio a la minimización de la administración pública? Solo con estos pocos interrogantes me parecen evidentes los riesgos que contrae cierta manera de entender la economía colaborativa para los intereses de la mayoría ciudadana. No en vano la proliferación del Do-It-Yourself (DIY)
en todos los ámbitos de la actividad ciudadana (educativo, profesional-laboral, sanitario, etc.) parece la legitimación perfecta para el progresivo desmantelamiento de lo público. Es a partir de esta perspectiva que se entiende por qué la economía colaborativa tiene tanto predicamento entre el clásico perfil del emprendedor –típicamente capitalista– ávido por convertirse en el nuevo millonario de turno, debidamente calzado con deportivas, vestido al estilo casual y siempre bien provisto de abundante arsenal digital. No se puede negar que la economía colaborativa así entendida es perfecta para sus intereses: en la medida que se expande la tecnología digital su mercado potencial crece sin parar; con una facilidad asombrosa se pueden crear economías de escala que a su vez pueden producir beneficios espectaculares y, además, por si lo dicho no fuera suficiente, actuando bajo el paraguas de la economía colaborativa uno contribuye a cambiar el mundo –a mejor se supone– y al surgimiento de “una nueva era” –mejor que la anterior se supone– con la consiguiente admiración de foros y escuelas de negocios tradicionales. [caption id="attachment_1665" align="aligncenter" width="318"]
Foto: Charlene McBride[/caption] Igualmente comprensible –siempre desde esta forma de entender la economía colaborativa– es que las grandes corporaciones tecnológicas (esas que se suponía que están en crisis debido al “poder” de la confianza entre las personas respecto al de las instituciones…) abracen sin reparos la economía colaborativa o se dediquen a promocionarla sin ningún tipo de inconveniente. Al fin y al cabo, para ellas, la economía colaborativa puede ser una gran oportunidad para aplicar una vez más el viejo principio según el cual todo debe cambiar para que nada cambie. Después de todo, el capitalismo es justamente eso: una continua creación de monopolios que luego deben abrirse –a su pesar– por la innovación (en tecnología, en productividad…) hasta que se crean de nuevo. Si repasamos las grandes corporaciones que están apoyando económicamente la economía colaborativa creo que todo indica que la emergencia de la economía colaborativa así entendida no es más que una nueva etapa en la lógica capitalista: una innovación tecnológica (la digital) que amenaza ciertos monopolios (hoteles, transporte, ocio, etc.) pero que creará, a su vez, de acuerdo con ésta lógica, nuevos monopolios en los próximos años. Pero, entonces, de acuerdo con lo expuesto, ¿podemos concluir que la economía colaborativa no es necesaria ni conveniente?No.
Sin duda la economía colaborativa es necesaria, aunque a mi modo de ver no es suficiente. Al menos para conseguir cuanto antes que la economía esté al servicio de las personas y no al revés, es decir, para avanzar realmente hacia una economía ciudadana
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Foto: Makamuki0 (CC0 Public Domain)[/caption] En una economía ciudadana la actividad económica debe tener una doble dimensión individual y colectiva: como actividad individual deber servir para atribuir a cada persona un sentido de la vida, ayudarla a sentirse útil, a desarrollar las propias habilidades y conocimientos, y para afirmar la propia dignidad ante los conciudadanos; en su dimensión colectiva la actividad económica debe servir para resistir, reivindicar y promover –especialmente ante la creciente desigualdad social y económica del capitalismo global actual– los derechos que se integran en el derecho a la ciudad. Si en la dimensión individualista la economía colaborativa suele tener respuestas claras y nítidas, por el contrario respecto a la dimensión colectiva las respuestas suelen ser más difusas y poco precisas. Por ello, la economía colaborativa debería profundizar cuanto antes en su sentido ciudadano, en su sentido colectivo, si no quiere convertirse en economía colaboracionista
de un modelo económico que crea día a día mayores desigualdades sociales, económicas y políticas. La economía colaborativa debería evolucionar hacia una economía ciudadana, una economía vinculada a los derechos ciudadanos: vivienda, espacio público, equipamientos y servicios, centralidad, movilidad, formación continuada, educación, protección social, sanidad, identidad cultural, gobierno del territorio real, status jurídico-político igual para todos los residentes, etc. Una economía colaborativa y ciudadana, en definitiva, liderada no solo por consumidores sino fundamentalmente por ciudadanos. [Imagen portada: Stux - CCO Public Domain] Artículo escrito por Roger Sunyer
Politólogo (UAB) y Máster en Dirección Pública (ESADE), Roger Sunyer impulsó la introducción de la Banca Ética en Catalunya con la fundación de FETS-Finançament Ètic i Solidari. Es consultor en economía social, cooperativa y colaborativa y en gestión pública, editor de economiaciudadana.net, profesor de la “Nueva economía urbana” en los programas de Ciudad y Urbanismo de la UOC. Autor del libro “Hacia una economía ciudada. En Twitter es @rogersunyer.